
El desarrollo tecnológico ha propiciado un cambio asombroso en
la medicina; su avance ha permitido conocer infinidad de procesos que explican
el porqué de muchas enfermedades, de eventos que ocurren en el organismo humano
y de las consecuencias de relacionarse con su entorno. Equipos de ultrasonido y
las imágenes por resonancia magnética, hacen más fácil para los doctores
realizar diagnósticos y salvar pacientes, sin tener que someterlos a exámenes
estresantes y arriesgados. Yo pienso que el conocimiento y la tecnología en
medicina no son ni buenos ni malos. Puede ser “mala” la forma en que se
obtienen o inadecuadas las vías por medio de las cuales se ejercen. Debe
existir un balance entre tecnología y ética.
El conocimiento avanza sin cesar y es probable que sea
ilimitado; pocas veces los científicos detienen su trabajo para preguntarse si
tiene o no sentido seguir investigando. La tecnología sorprende por la
fascinación que produce y por su fuerza diagnóstica y terapéutica. Utilizarla
parece obligado. En la medicina privada, quien no lo hace queda fuera del juego
de la modernidad científica y marginado de los beneficios económicos que supone
explotarla. Ese juego, muchas veces insano, genera otro problema inmenso. Aleja
al médico del paciente y atenta contra el corazón de la medicina: la relación
médico-paciente.
La tecnología no es ni buena ni mala. Es neutra. Su uso debe ser
racional y correcto. La ética aplicada a ella y al enfermo es inmejorable
antídoto contra el mal uso que se le da y conciencia para impedir que la
tecnología le gane la carrera al humanismo. La presión que ejercen quienes
producen tecnología ha devenido en nuevas patologías que buscan convertir al
sano en enfermo, a los síntomas en enfermedad y a los poco enfermos en muy
enfermos. Regresar a los orígenes de la profesión no implica alejarse de las
fortunas de la medicina. Implica tratar y ocuparse de la persona y no de la
enfermedad.
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